lunes, 22 de febrero de 2010



Si bien era mi intención compartir por estos lugares cibernéticos mi visita a San Agustín del domingo pasado, los avatares de la semana hicieron que poco tiempo pudiera estar en la Web y justamente San Agustín y su gente no se merecían un comentario fugáz, algo tan alejado de lo que allí se vive.

Ante reiteradas y atractivas invitaciones de mis ciberamigos Irene y Gustavo de ir a conocer un pueblito a 95 km de Mar del Plata, ciudad en donde resido por propia elección hace 28 años, decidí aceptarla el domingo pasado, no sin previo avisar, una por cuestiones de cortesía y otra a fin de garantizar que estuviera en tiempo y forma el lechón prometido, que incluía el programa.

Es así que tomé un micro hacia Balcarce temprano, desde la nueva Terminal - de paso pasamos el chivo de que tenemos nueva Terminal en La Féliz, la que a pesar de algunos vecinos a los que les causa molestias, las que habrá que solucionar por cierto, ratifica que era necesaria y que nada puede ser peor que la que teníamos, que en su momento habrá sido “lo mejor”, pero era indiscutible que no daba para más- y me dirigí hacia esos pagos.

Mientras esperaba la salida del El Ràpido y en su trayecto, pensaba lo curioso que era estar yendo, camino hacia un lugar desconocido, a visitar a “amigos” que sólo había tenido contacto a través de una red social, y en épocas en que todo genera desconfianza. ¿Y si eran una secta en la que me lavarían la cabeza?. ¿Y si no teníamos afinidad y encima yo me estaba metiendo en su casa?. ¿Con qué excusa me iba?. ¿Y si eran una tribu de “caníbales”- pensaba ya divagando- y me estaba entregando a ser parte de su almuerzo?. Pero algo inexplicable hacia que justamente yo, que últimamente estoy bastante negada a participar de encuentros sociales, iba encaminada hacia un lugar desconocido a encontrarme gente “desconocida”, si es que por conocimiento tomamos lo formal de haber tenido contacto en la vida real por alguna circunstancia.

El plan era que me esperaban en la Terminal de Balcarce, para así recorrer los kilómetros que faltaban hasta San Agustín, algo a lo que había intentado por todos los medios de buscarle alternativa, por esa cosa burguesa que uno tiene de “no molestar”, y que fue infructuoso dada la insistencia de los anfitriones. Se justificaron, por desperfectos mecánicos en su vehículo de cuatro ruedas, que ese trayecto sería en moto, sin saber que para mí era muchísimo más atractivo debido a la pasión que tengo desde la adolescencia por ese tipo de transporte.

Hacía bastante tiempo que no recorría el camino que lleva de Mar del Plata a Balcarce y que no apreciaba lo lindo que es. Una vez llegada a la Terminal de destino, pensaba cómo reconocería a Gustavo, ya que él deliberadamente no tiene foto en su facebook y si bien yo sí, no habíamos acordado ninguna “flor en el ojal” para identificarnos, pero también inexplicablemente, ni bien el micro estacionó, mirando desde la ventanilla ya sabía que era él.

Previo a pasar por una heladería Balcarceña y pedir, papelito en mano, los gustos de preferencia de cada integrante del grupo familiar, que tan bien Irene por el Chat me había enumerado ante mi también burguesa pregunta “que llevo?”, nos encaminamos hacía el desconocido San Agustín.

De camino Gustavo, en papel de perfecto Guía Turístico, me relataba características de la zona, incluyendo una escuela rural, “abrazada” por cultivos de soja, que sus desaprensivos dueños fumigan periódicamente, sin importarles un comino los daños que puedan hacerle a la población escolar y a sus vecinos o esa cantera que en algún momento fue fuente de trabajo de muchos habitantes y que ante algún reclamo su propietario decidió cerrarla y listo.

Si bien he conocido por circunstancias de la vida pueblitos chicos, fue hace tanto tiempo, que me parecía novedoso estar reconociendo que todavía algunos existen, como el caso de San Agustín y tantos otros que sobreviven aún. Me provocaba hasta memoria emotiva.

Irene nos esperaba y su recibimiento fue tan sencillo, tan despojado de absurdas formalidades, que ratificó inmediatamente lo acertado de haber aceptado la invitación.

Fue así que entre amargos, queso y dulce casero, con un hermoso parque como escenario, empezamos a conocernos realmente, fuera de la virtualidad, sumergidos en larga charla, para seguir con el prometido lechón, que estaba tan rico que no me generó ninguna culpa el haber roto la dieta.

A esta altura, no sólo había comprobado que no pertenecían a ninguna secta, ni a tribu alguna de caníbales, sino también que era realmente un gusto estar allí.
Además de contarnos cosas personales, como por ejemplo porqué decidieron un día irse a vivir allí, provenientes de Mar del Plata, lugar al cual Gustavo asiste casi a diario porque continúa con su actividad, y de las peripecias que tuvo que pasar Irene para conseguir el pase en su profesión de docente, más otras que contaba yo, se sumaron las carateristicas de la vida en San Agustín.

El pueblo tiene aproximadamente 500 habitantes. Su plaza característica. “Es un pueblo de primera” lo define Gustavo jocosamente “porque si ponés segunda te pasás”.
Tiene una escuela primaria estatal con 50 alumnos, y una secundaria estatal con muchos menos. El jardín de infantes es privado, porque pertenece a la Iglesia, pero muy accesible. Tiene una Delegada Municipal. Un destacamento policial con 3 efectivos. En este punto cabe destacar que este es todavía uno de esos lugares en que las bicicletas se dejan sin ataduras en la calle y las puertas abiertas. Tiene un centro de salud que cuenta con ambulancia, ambulanciero y enfermero, la que sale siempre y cuando se encuentren ambos, sino el vecino en emergencia dependerá de que venga a buscarlo una de Balcarce o de algún sanagustinence solidario que lo lleve, sabiendo los peligros que corre por hacerlo. El médico generalista va de lunes a viernes, una hora y media por la mañana…
Pocos son los comercios, a saber: unos 3 almacenes, una carnicería, una panadería, un par de kioscos, un ciber… con 2 máquinas!!!, no mucho más de eso. Taxis y remises, olvidate!. Sus teléfonos fijos dependen en su mayoría de la Cooperativa de Mechongué, al igual que Internet. Cuentan que está incursionando alguna empresa ofreciendo servicios nuevos de ambos. Si querés tener un celular, será solo para cuando salís de allí, porque ninguna de las compañías tienen señal, salvo en excepcionales lugares y haciendo malabares. Canales de aire no entran y la tele sólo te funciona si tenés Direct TV, permitiéndote “compartirlo” como para captar más clientes.
El típico Bar, por cuestiones culturales, es sólo de acceso de la población masculina. Hace poco hubo una pizzería, pero un hecho policial de su propietario, abortó el emprendimiento.
Si abundan las artesanías, de todo tipo, y que muchas veces son objeto de trueque de sus propios habitantes.

El principal lugar de soláz en un gran parque, en donde sus mentores, se vé que para conformar a todos, plantaron centenas de variedades arbóreas. Se puede acampar o ir a pasar el día. Un arroyo lo transforma en balneario con represa y todo, con sus respectivos fogones y vestuarios. Lo caminamos todo, mientras al paso Irene y Gustavo saludaban, saludos que eran retribuidos con más o menos efusividad, cosa característica de los pueblos. No olvidemos que ellos son casi “los nuevos”, porque no hace mucho que decidieron habitarlo.
Gran hallazgo fue encontrar en medio de ese parque un Centro Cultural abandonado, de construcción de viejas épocas, con escenario, camarines y hasta túnel para el paso de los artistas. Dicen que hay tratativas de conseguir un subsidio del programa gubernamental “Luna de Avellaneda” para recuperarlo. Los vidrios rotos de una de sus puertas son un reciente recuerdo de una adolescente suicida, que lo quiso utilizar para terminar con su vida, quizás por algún amor no correspondido, pero que por suerte no lo logró.
Cuentan que esa zona es visitada por las noches por los jóvenes (que aún quedan en el pueblo) enamorados conviertiendola en Villa Cariño.
Al costado una glorieta, también en estado de abandono, en la que uno, parándose en el medio, podía llegar a imaginar las interpretaciones que alguna vez allí se llevaron a cabo.
Sobre un costado del parque queda un prolijo alambrado fruto de una reciente doma y hacia el otro lado se pueden observar unos silos, que son una de las únicas fuentes de trabajo que hay en el lugar.
La construcción de sus casas es muy antigua, en su mayoría con las características de las del ferrocarril, el que supo darle impulso a la zona y que hoy se resume al paso de algún tren de carga o alguna zorra. Justamente por una vía, bordeada de vegetación, emprendimos el camino de regreso del parque no sin antes juntar y comer las moras que crecen a su vera.
Casi sin darme cuenta había transcurrido el día. A las 20 y 30 salía de uno de sus kioscos un viejo micro camino a Balcarce, de esos que aún “cortan boleto”. Ese tomé, cargada de licor de limón casero que hace Gustavo y de huevos de campo que abnegadamente preparó Irene como para que aguantaran el viaje y el transbordo a Mar del Plata.
Y allí me despedí, descontando volver, de mis nuevos viejos amigos, que fueron tan despojadamente hospitalarios, que parecía hasta irrespetuoso excederme en el agradecimiento para no atentar con lo que fue tan natural.
Es evidente que hay otro tipo de vida, como la que transcurre allí en San Agustín, y que te aseguro que vale la pena conocer.

viernes, 5 de febrero de 2010

Marian Klappenbach, una amiga de corazón


Mariana, docente de alma, amiga pata, casi asistente social (ese va a ser mi regalo de cumple), madrina de una escuelita del Dto. de Figueroa (Santiago del Ester), fan de Chayane y Los Nocheros, madrasa, se incorpora a la naturaleza, buena oreja, perrera, resensible (comprende al otro), sencilla, conversación inteligente y por sobre todo... PERSONA INTEGRA. Gracias amiga por compartir esos mates con nosotros y
¡¡¡LARGÁ LA HAMACA PARAGUAYAAAAAA!!! Es mi turno, che...